Navidad en artículos de Pérez-Reverte.

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Navidad en artículos de Pérez-Reverte.

#1 Mensaje por Terminatrix »

Vivan los reyes (magos)

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Detesto a Papá Noel. Si un día decido convertirme en un psicópata de esos que asesinan en serie, la serie me la voy a montar a base de ex ministros y ministras de Cultura, y luego de sonrientes gorditos vestidos de rojo y con barba, y con sus renos voy a comer chuletas a la brasa durante una temporada. Aunque España va bien, como dice "mi primo", y somos europeos e internacionales y le sacudimos entusiastas la chorra al presidente norteamericano cuando al hijoputa se le antoja hacer pis en Irak o en alguna otra parte, toparme con Papá Noel en una calle de Chamberí se me sigue haciendo tan cuesta arriba como uno de Arkansas bailando sevillanas. Ya sé que el fulano lleva aquí casi treinta años, es más moderno y de diseño que los magos de Oriente, y con él, dicen, los niños disfrutan más tiempo de los juguetes. Pero, con todo y con eso, al gordo de la barba lo sigo viendo fuera de contexto: un gringo mercenario reclutado por los grandes almacenes para duplicar ventas, que vale menos que una boñiga del caballo del Rey Gaspar.

Porque el abajo firmante fue un niño monárquico, de esa noche en que tres reyes llegaban de Oriente para materializar sueños. Claro que eran otros años y otras Navidades. También yo era un niño, y los niños ven el mundo, retienen sensaciones, colores, imágenes, de modo diferente a los adultos. Quizá por ello, aquello me parece hoy tan hermoso. Recuerdo los reflejos de la luz de los escaparates en el empedrado húmedo de las calles, la gente bajándose de los tranvías con abrigo y bufanda, los guardias de tráfico (con esos maravillosos cascos blancos que les quitó algún capullo) y aquellas cajas de botellas de vino que les dejaban los automovilistas. Recuerdo los Villancicos en la radio,las zambombas, las panderetas, y aquellas carracas de madera que giraban en torno a un palo. Recuerdo mis lágrimas y las de mis hermanos cuando apareció asado el pavo Federico, que habíamos engordado en casa del abuelo. Pero recuerdo, sobre todo, los escaparates de las tiendas, lugares mágicos llenos de juguetes, en cuyas lunas los niños (que no conocíamos la tele) pegábamos la nariz, soñando con poseer alguno de sus tesoros: el mecano, la pepona, la pistola de hojalata, el caballo de cartón, la caja de soldados de plomo, los juegos reunidos Geyper.

Después, con el tiempo, aprendí a interpretar otros signos que acompañaban aquello y que entonces era incapaz de comprender: la mirada del niño que observaba el escaparate a mi lado, y que luego cuando el día de reyes yo salía a jugar con mi flamante espada del Cisne Negro, me miraba con fijeza, las manos vacías en los bolsillos del pantalón corto. La angustia de la pobre mujer que salía de la tienda contando el dinero, insuficiente para la muñeca que alguna niña esperaba. El hombre del abrigo raído, parado frente al escaparate de sueños y luces, que luego se iba cabizbajo a casa, donde a escondidas de sus cuatro o cinco hijos fabricaba con madera, pintura y sus propias manos, el humilde juguete que su pobre sueldo no le permitía comprar... Todos aquellos seres y miradas me producen hoy remordimientos retrospectivos, porque ahora sé lo que encerraban. Pero yo entonces era un niño ignorante. Un puñetero niño con suerte.

Ahora ya no existen aquellas queridas sombras familiares que se deslizaban de noche hasta los pies de mi cama, sabiéndome dormido. Casi todas se fueron y ya no pueden seguir protegiéndome del frío que hace fuera, ni retrasar el cáncer inevitable de la lucidez. Pero todavía, cuando llega de nuevo la noche mágica y aguardo despierto en la oscuridad, siento entrar otra vez dulcemente en mi dormitorio a todos esos entrañables fantasmas y reunirse en silencio, velándome con una sonrisa. Por eso los tres fulanos vestidos de púrpura de guardarropía y coronas de papel dorado, que a pesar de Santa Claus y del primer imbécil que lo trajo, de la modernidad, de las teleseries gringas, del ex ministro Solana, del nuevo look del Pepé y de toda la parafernalia, siguen saliendo a la calle cada cinco de enero, con tres camellos y un par de cojones, constituyen la única causa monárquica a la que de verdad me adhiero plena e incondicionalmente.

(Artículo de Arturo Pérez Reverte, de la serie "Con ánimo de ofender", publicado en El País en el año 1999)
Última edición por Terminatrix el Lun 26 Dic 2011 9:54 pm, editado 1 vez en total.
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#2 Mensaje por Top Secre »

Más razón que un santo, como siempre.
Es como lo de Jelloguin, importaciones absurdas que no sólo no tienen sentido, sino que nos hacen renunciar o dejar en segundo plano lo nuestro.
Os dejo aquí otro artículo suyo sobre el sexismo en los juguetes, que supongo que también dará lugar a polémica. Feliz dia!

PATENTE DE CORSO.
Arturo Pérez Reverte.


Biberón o martillo

XLSemanal - 19/12/2011



Hace medio siglo justo, cuando el arriba firmante llevaba pantalón corto y creía en los Reyes Magos, en la bondad de los policías y en la virginidad de su madre, la autora de mis días, que era -y sigue siendo, porque ahí continúa, ochenta y ocho primaveras en la sonrisa y jugando la prórroga sin ganas de cambiar de barrio- una señora con fe en la Humanidad en general y en los buenos sentimientos de sus vástagos en particular, hizo con mi hermano y conmigo un experimento sociológico: nos castigó -habíamos hecho alguna salvajada, con los estragos habituales- a pasar una tarde de sábado encerrados sin otra diversión que algunos tebeos de Dumbo y Pumby, Los apuros de Guillermo, de Richmal Crompton, y las muñecas de mi hermana Marili. Lo de las muñecas fue, naturalmente, un refinado toque de humillación deliberada. Un puntito de crueldad materna, para que me entiendan. Una manera, en fin, de añadir la nota de infamia al castigo, y que entre otras cosas puso de manifiesto que Dios no había llamado a mi pobre madre por el complejo camino de la psicología infantil. Encerrar de aquel modo y en semejante compañía a dos desalmados de nueve y seis años respectivamente, capaces de todo, es un experimento peligroso en cualquier época y lugar; pero especialmente arriesgado si, además, se lleva a cabo con dos individuos que por aquellas fechas sólo anhelaban hacerse mayores para arponear ballenas -eran tiempos menos ecológicos que los actuales- o alistarse con nombre falso en la Legión Extranjera. Así que imaginen el resultado. Cuando a la hora de la cena abandonamos la celda del abate Farias, a nuestra espalda quedaban la Queca Muñeca ahorcada de una lámpara con el cordón de la cortina, y el Tumbelino -un muñeco odioso, blandito, vestido con pijama azul- apuñalado con una daga plegadera de mi padre con la que, hábilmente, habíamos logrado hacernos antes del encierro.

No pude menos que recordar aquello hace unos días, escuchando a una periodista radiofónica, tan ingenua y parvulita como mi señora madre, asegurar, con todo el candor de su inocencia políticamente correcta, que a los niños varones no debemos darles juguetes que inciten a la violencia, y que es bueno hacerlos entretenerse también con muñecas y cacharritos de cocina; porque de ese modo, aseguraba la pava sin citar fuente, tendrán mejores y más pacíficos sentimientos, serán mejores padres, y tal vez cocineros de éxito como Arzak o Ferran Adrià, el día de mañana. Y los tertulianos que acompañaban a la locutriz, en vez de partirse la caja de risa y preguntarle si tenía hijos en edad de merecer, que probara con ellos, se mostraban, como es usual en estos casos, calurosamente de acuerdo. Ahí le has dado, decían más o menos. Como si estuviesen oyendo el Evangelio. Y nadie tuvo agallas para decirle allí, a la prójima: prueba con un enanito cabrón tuyo, de sexo masculino, si lo tienes. Ponle a mano una pistola de plástico y una olla exprés de Famóbil, o como se llame el que fabrica la olla. A ver qué elige, el hijoputa. O más visual, si cabe: ponle cerca una muñeca, un biberón y un martillo. Luego quédate mirando lo que coge y para qué lo usa. Y me lo cuentas.

Y ahora, háganme un favor. Plis. Después de calzarse esta página, si lo hacen, ahórrenme las cartas contándome que a su Manolito le encantan las muñecas de sus hermanas y juega a cocinarse unas fabadas que saben a gloria. No digo yo que no haya Manolitos. Ni que no deba haberlos. Del mismo modo que me fascinan -aún más que las otras- las Susanitas que no limitan su gusto y horizontes a acunar muñecas, y son capaces de ponerte el filo de una daga en la yugular mientras susurran «Si paras ahora, te mato». O lo que sea. Por mi parte, me limito a hablar de lo que hay. De la natural querencia del becerro y de lo absurdo, incluso peligroso, de olvidar de la noche a la mañana, con más buena voluntad que inteligencia práctica, con más clichés idiotas que mecanismos de educación eficaces, millones de años de caza y guerra. Dándose, por ejemplo, la grotesca paradoja a la que asistí el otro día. A unos niños de cinco y seis años, que tienen en casa videoconsolas con zombis y masacres sangrientas -y si no las tienen, las tendrán- les organizaron en su colegio de Madrid una fiesta cowboy donde los tiñalpillas debían ir disfrazados de vaqueros, pero prohibiéndoles llevar revólver. «Se puede ir al Oeste sin ser violento», apuntaría, sin duda, algún padre de los que aplaudieron la idea, o simularon aplaudirla. «Tengamos buen rollito con los cuatreros y los indios», añadiría otro. Lo mismo, supongo, que dijo el general Custer.
Possunt quia posse videntur “pueden los que creen que pueden” (Publio Virgilio Marón – Eneida, V, 231).

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#3 Mensaje por Terminatrix »

Canción de Navidad ( 1998 )

A lo mejor ya conocen la historia. O les suena. El caso es que estaba la hormiga dale que te pego, curranta como era, acarreando granos de trigo y todo cuanto podía a su hormiguero, sudando la gota gorda porque era agosto y hacía un calor que se iba de vareta. Iba y venía la prójima de un lado para otro, con esa seriedad metódica y disciplinada que tienen las hormigas comme il faut, amontonando provisiones para el invierno. Tan atareada iba, que hasta pasaba mucho de un hormigo que estaba buenísimo y le decía cosas. Adiós, reina mora, piropeaba el fulano rozándola con las antenas. Quien pudiera abrirte las seis patas a la vez. Y ella, cargada con su grano de trigo o su hojita de perejil, no se daba por enterada y seguía a lo suyo, up, aro, up, aro, obsesionada con aprovisionarse la despensa, que luego viene el invierno y pasa lo que pasa.

Cada día, la hormiga pasaba por delante de una cigarra que tenía un morro que se lo pisaba, la tía, todo el rato tumbada a la bartola debajo de una mata de romero, acompañándose con la guitarra mientras cantaba canciones de Alejandro Sanz y cosas así. Quién te va a curar el corazón partío, decía la muy canalla, choteándose de la pobre hormiga cuando ésta pasaba cerca. A veces, cuando se había fumado un canuto e iba más puesta, la cigarra llegaba incluso a increpar a la hormiga. Adiós, curranta, estajanovista, le decía la muy perra. Que no paras. Otras veces se despelotaba de risa, y le tiraba chinitas a la hormiga, más que nada por joder, y le decía echa por la sombra, sudorosa, que trabajas más que Juanjo Puigcorbé. Hay que ser gilipollas para andar de arriba abajo acarreando trigo, con la que está cayendo. Tontadelpijo.

La hormiga, claro, se ponía de una mala leche espantosa. A veces se paraba y amenazaba con el puño a la cigarra. Vete a mamársela a alguien, decía. Y respondía la cigarra: pues oye,igual voy, ya que tú no tienes tiempo. Otras pasaba de largo rechinando los dientes, o lo que tengan las hormigas en la boca. Ya vendrá el invierno, mascullaba encorvada bajo el peso de su carga. Ya vendrá el invierno, hijaputa, te vas a enterar de lo que vale un peine. Tú canta, canta. Que el que en agosto canta, en diciembre Carpanta. Pero la cigarra se despelotaba de risa.

Total, que llegó el invierno y como se veía venir cayó una nevada de cojones. Y la hormiga se frotaba las manos en su hormiguero calentito, junto a la estufa, y contemplaba su despensa llena. Y pensaba: ahora vendrá esa chocho loco pidiendo cuartelillo, muerta de hambre y de frío. Ahora vendrá haciéndome el numerito para que me compadezca. Pero conmigo va lista. Le van a ir dando. Esa palma en mi puerta como que hay Dios.

Y entonces, estando la hormiga en bata y zapatillas, con la tele puesta viendo Tómbola, suena el timbre de la puerta. Y la hormiga se levanta despacio, recreándose en la suerte. Ahí está esa guarra, piensa. Tiesa de hambre y de frio. A ver si le quedan ganas de cantar ahora. El caso es que abre la puerta, y cuál no será su sorpresa cuando se encuentra en el umbral a la cigarra vestida con abrigo de visón que te cagas, y con un Rolls Royce esperándola en la calle.

-He venido a despedirme -anuncia la cigarra-. Porque mientras tú trabajabas, yo me ligué a un grillo que está podrido de pasta. Pero podrido, tía.

-Venga ya -dice la hormiga, estupefacta.

-Te lo juro. Y Manolo (porque el grillo se llama Manolo)me ha puesto un piso que alucinas, vecina. Y ahora me voy a Londres a grabar un disco.

-No jodas.

-Como te lo cuento. Y luego Manolo me lleva a un crucero por el Mediterráneo, ya sabes: Italia, Turquía, Grecia...Ya te escribiré postales de vez en cuando. Chao.

Y la cigarra se sube el cuello de visón y se larga en el Rolls Royce. Y la hormiga se queda de pasta de boniato en la puerta. Y luego cierra despacito, y se va meditabunda de vuelta a la estufa y a la tele, y se sienta, y mira la despensa, y luego mira otra vez hacia la puerta. Y se acuerda del hormigo del verano, que al final se lió con otra hormiga amiga suya, una tal Matilde. Mecachis, piensa. Se me ha olvidado decirle a la cigarra que, ya que va a Grecia, pregunte si todavía vive allí un tal Esopo. Un señor mayor, que escribe. Y si se lo encuentra, que le dé recuerdos de mi parte. A él y a la madre que lo parió.

Cuento de Navidad (1993)


Erase una ciudad grande, como las de ahora, y la policía les había precintado el piso, y ya no tenían para pagar una pensión. Exactamente igual que en los cuentos de Navidad que tienen como protagonistas a desgraciados como ellos. Hacía un frío del carajo, dijo él mientras buscaban un portal en condiciones. Había un abeto iluminado al final del bulevar, donde El Corte Inglés y sus luces se confundían con los semáforos, con el destello frío y trágico de una ambulancia que pasaba en la distancia, demasiado lejos para que pudiera oírse la sirena. Una ambulancia muda, con destellos de tragedia urbana. Las ambulancias y los coches de policía y los de pompas fúnebres, se dijo él viendo desaparecer el destello, son igual que pájaros de mal agüero. Vehículos con mala leche.

Lo mismo aquella noche la ambulancia iban a necesitarla ellos. Porque, como ustedes ya habrán adivinado, la mujer, la joven, estaba fuera de cuentas, o casi. Caminaba con dificultad, entreabierto el abrigo sobre la barriga, llevando en una mano la Adidas llena de ropa para el que venía en camino, y en la otra una maleta de esas que, a fuerza de haber ido a tantos sitios, ya no tenía aspecto de ir a ninguna parte.

-Me cago en todo -dijo él. Y ella sonrió, dulce, mirándole el perfil duro y desesperado, el mentón sin afeitar. Sonrió dulce porque lo quería y porque estaba allí, con ella, en vez de haber dicho adiós muy buenas y buscarse la vida en otra parte, con otra chica de las que no se equivocan al anotar con lápiz rojo días en el calendario.

De vez en cuando se cruzaban con transeúntes apresurados, de esos que siempre aprietan el paso en Navidad porque tienen prisa en llegar a casa. Una mujer de edad se apartó de él, mirando con desconfianza su aire sombrío, la mugrienta mochila que cargaba a la espalda, los bultos atados con cuerdas, uno en cada mano. Después un yonqui flaco y tembloroso les pidió cinco duros y, sin obtener respuesta, los siguió un trecho por la acera, caminando detrás, con aire alelado y sin rumbo fijo. Un coche de la policía pasó despacio, silencioso. Desde la ventanilla, los agentes les echaron un desapasionado vistazo a ellos y al yonqui antes de alejarse calle abajo.

-Me duele otra vez -dijo ella.

Como era previsible desde que empecé a contarles esta historia, buscaron un portal para descansar. Había uno con cartones en el suelo y un mendigo, hombre o mujer, que dormía envuelto en una manta, bulto oscuro en un rincón que apenas se movió con su llegada. Entonces a ella le dolió otra vez. Y otra. Y él miró a su alrededor con la angustia pintada en la cara, y sólo vio al yonqui flaco que los miraba de pie en la entrada del portal. Entonces buscó en el bolsillo y le arrojó su última moneda de veinte duros.

-Busca a alguien que nos ayude -le dijo-. Porque ésta quiere parir.

Entonces ella empezó a llorar y gritar y él tuvo que cogerle la mano y ahuecarle un nido entre las piernas con su propio chaquetón y volver a mirar en torno con resignación desesperada. Y sólo vio la entrada del portal vacía y un semáforo con la luz roja fundida, alternando ámbar y verde, ámbar y verde. Y al mendigo que se levantaba debajo de la manta donde había estado durmiendo con un perrillo, un chucho pequeño y mestizo entre los brazos, y se acercaba a mirarlos con curiosidad, mientras el perro lamía con suaves lengüetazos una de las manos de la chica. Y él, sosteniendo la otra entre las suyas, blasfemó despacio y a conciencia, en voz baja, hasta que sintió sobre los labios la mano libre, los dedos de ella.

-No digas esas cosas -le susurró, crispada la voz por el dolor-. O nos castigará Dios.

Él soltó una carcajada seca y amarga. Entonces llegó el yonqui con un policía, uno de los que antes habían pasado en el coche. Y ella sintió, de pronto, una presencia nueva, cálida, un llanto pequeño y débil entre las piernas. Y exhausta, en un instante de lucidez y paz, se dijo que quizá a partir de ese momento el mundo sería mejor, distinto. Como en los cuentos de Navidad que leía cuando niña.

Él sacó un arrugado paquete de cigarrillos y fumaron los cuatro hombres, mirándola, mientras a lo lejos se escuchaba la sirena de una ambulancia aproximándose. Entonces ella se durmió dulcemente, agotada y feliz, sintiendo latir entre los muslos ensangrentados aquella nueva vida aún húmeda y tibia. Y alrededor, protegiéndolos del frío, les daban calor el perrillo, el mendigo, el yonqui y el policía.
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Arturo Pérez-Reverte.


Aquella Navidad del 75 (1998)

Estaba el arriba firmante el otro día en Sevilla, presentando un libro, cuando en mitad del trajín se acercó a la mesa un tipo grande, cincuentón largo, con una portada de ABC vieja de veinte años.

-¿Sabes quiénes son éstos?

Miré la foto. Un Land Rover en el desierto, junto a una alambrada. Soldados con turbantes y cetmes. Un militar fornido, en quien reconocí a mi interlocutor. A su lado, un joven flaco con el pelo muy corto, gafas siroqueras, ropa civil y cámaras fotográficas colgadas al cuello. El titular decía: «Tropas españolas patrullan la frontera del Sahara Occidental». Cuando terminó el acto y fui en busca de mi visitante, éste se había ido. Lamenté no poder darle un abraco. No sé qué graduación tendrá ahora, pero en aquella foto era capitán. Se llamaba Diego Gil Galindo, y durante casi un año compartimos tabaco, arena del desierto y copas en el cabaret de Pepe el Bolígrafo, en El Aaiún, cuando éramos jóvenes y él creía en la bandera y en el honor de las armas, y yo creía en los Reyes Magos y en la virginidad de las madres, Y tal día como hoy, víspera de Navidad, hace exactamente veinte años, a Diego Gil Galindo lo vi llorar.

Ahora, con esto de la Transición, y el Centinela de Occidente dos décadas criando malvas, y la peña en plan nostalgia, voy y caigo en la cuenta de que me perdí todo eso. De la muerte del Invicto me enteré tres días después, cuando el grupo de guerrilleros polisarios a quienes acompañaba atacó un convoy marroquí cerca de Mahbes, y entre los efectos personales de los muertos -también les quité el tabaco, y dátiles- había una radio de pilas. Y luego vine aquí una semana, y me fui a Argel el 3 de enero del 76, y de allí al Líbano, que empezaba entonces. Y cuando entre unas cosas y otras regresé a España, resulta que esto era una monarquía y a la gallina de la bandera le habían retorcido el pescuezo. Quizá por eso siempre me sentí un poco al margen de la película.

En realidad, mi transición personal tuvo lugar en el Sahara aquella víspera de Navidad de 1975, cuando el todavía gobierno Arias Navarro entregó a los saharauis atados de pies y manos a las fuerzas reales marroquíes. Cuando el ejército español abandonó el territorio de puntillas y con la cabeza baja, mientras los soldados indígenas de Territoriales y Nómadas, desarmados y traicionados, vistiendo todavía nuestro uniforme, huían por el desierto hacia Tinduf, para seguir luchando (ese mismo Tinduf al que iría después Felipe González a hacerse fotos polisarias, hasta que fue presidente y le dio el ataque de amnesia).

Esa última noche, víspera de Navidad, cuando el director de mi periódico -Pueblo- cedió a la presión de Presidencia del Gobierno y me ordenó salir del Sahara con las tropas españolas, la pasé en el bar de oficiales de un cuartel desmantelado, mientras los archivos ardían en el patín y los soldados del general Dlími se apoderaban de El Aaiún. Algunos de los militares que me acompañaban ya están muertos. Pero guardo su amistad bronca y generosa, hecha de cielos limpios llenos de estrellas, nomadeando bajo la Cruz del Sur: viento siroco, combates en la frontera, agua de fuego, chicas de cabaret, infiltraciones nocturnas en Marruecos... Sin embargo, lo que en este momento veo son sus ojos tristes aquella última noche, su amargura de soldados vencidos sin pegar un tiro. Atormentados por su palabra de honor incumplida, por sus tropas indígenas engañadas y por aquella inmensa vergüenza de cómplices pasivos que les hacía inclinar la cabeza. Y también recuerdo la concienzuda borrachera en que nos fuimos sumiendo uno tras otro, y mi desilusión al verlos de pronto tan humanos como yo, infelices peones de la política, víctimas de sus sueños rotos. Compréndanlo: yo tenía veintipocos años y ellos habían sido mis héroes.

También me acuerdo de que aquella noche llovió sobre El Aaiún. A veces se oía un tiro aislado hacia Jatarrambia, o los motores de las patrullas marroquíes que llevaban saharauis detenidos. Veo el llanto infantil del teniente coronel López Huerta, la fría y oscura cólera del comandante Labajos, la sombría resignación del capitán Yoyo Sandino. Y recuerdo a Diego Gil Galindo, la enorme espalda contra la pared de la que colgaban trofeos de combates olvidados que ya a nadie importaban, con lágrimas en la cara, mirándome mientras murmuraba: «Qué vergüenza, niño. Qué vergüenza».

Así fue mi última Navidad en el Sahara, hace veinte años. La noche que murieron mis héroes, y me hice adulto.




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Artuto Pérez-Reverte

Judas era un bendito (2003)






La verdad es que me están haciendo un lío con tanto revisar el pasado para darle nuevas interpretaciones, y con tanto neohistoriador volviendo patas arriba lo que, en tu ingenuidad ingenua, creías atado y bien atado. En los últimos tiempos se ha puesto de moda destripar la Historia que uno creía probada, o aceptaba por tradición y tenía como referencia, y al final resulta que no te crees las nuevas interpretaciones pero te hacen polvo las viejas; con lo que terminas más despistado que Javier Arzalluz en una democracia. Y es que, según para qué, a veces vale más una vieja y sólida mentira que una nueva verdad coyuntural y dudosa. Al final, casi siempre da lo mismo: salvo honradas y contadísimas excepciones, todo suele reducirse a que el neohistoriador trinca del pesebre de una autonomía, o pretende escribir un libro que escandalice y epate, o un suplemento dominical le ha encargado algo con garra. En el lado opuesto, entre lo respetable, hasta mi admirado Henry Kamen, que además de perro inglés es historiador reconocido, y cuya biografía de Felipe II recomiendo mucho en esta página pecadora, ha dedicado un nuevo libro de setecientas once páginas a demostrar que la creación del imperio español de los siglos XVI y XVII fue un fenómeno de globalización donde el mérito, más que de los de aquí -en realidad sólo miraban-, fue de portugueses, flamencos, italianos, chinos, aztecas y hasta de los mismos ingleses. Lo que no le discuto yo a Kamen, por Dios. Pero acojona.

Otra figura que está sometida a revisión histórica en los últimos tiempos es la de Judas. Como lo oyen. Iscariote, Judas. Nacido en Judea, soltero, zelote, suicida, tesorero de Jesús, por más señas. Y ahora resulta que, según neohistoriadores expertos en la Biblia y en literatura cristiana primitiva, la idea que tenemos del fulano es errónea. Porque mi primo no fue tan malo ni avaro ni traidor como creíamos. Niet. Tras analizar las rigurosas fuentes históricas disponibles -me refiero a los Evangelios-, ciertos estudiosos han llegado a la conclusión de que Judas era buen chico, aunque algo introvertido, y un administrador tan eficiente que Jesús le encomendó la cartera de Hacienda de su gabinete. Además, gestionó tan bien el asunto de los gastos y las dietas que los Doce se patearon Judea con el Maestro sin privarse de nada -los panes y peces iban de gañote- y hasta sobraba para dar limosna. Lo que pasa, y juro por mis muertos que cito conclusiones publicadas por los llamados expertos, es que Judas tenía mucha conciencia política. O sea. Era judío ultranacionalista como los que ahora votan a Sharon, y no le perdonaba al Maestro que fuera tan manso en vez de sublevarse contra los imperialistas yanquis. O romanos. A este respecto, un catedrático de la Complutense afirmaba hace unos días que lo de Judas con Jesús fue, más o menos, como el asesinato de Yoyes por ETA. Aunque no falta quien relaciona semánticamente Iscariote con sicario, y deduce que en realidad era un infiltrado del Sanedrín, o del Pretorio: un topo Gigio. Personalmente, la versión que más me pone es la de un biblista que sostiene que Judas no se suicidó, sino que los otros discípulos, al enterarse de la traición del colega, le dieron las suyas y las de un bombero. Bang, bang. Vendetta.

Y es que parece mentira, ¿no? Tantos siglos sin que nadie se fijara en esos detalles, y ahora en cosa de cinco o seis años, hala. Todo a replanteárselo uno. Me resisto a pensar que se deba a que nos hemos vuelto tan superficiales charlatanes que cualquier gilipollez, por peregrina que sea, la tomamos en serio. Pero no creo. Sin duda lo que pasa es que ahora somos más sabios e imaginativos. Deben de ser las nuevas técnicas, el carbono 14 aplicado a la Informática, o algo así. La cultura como movimiento uniformemente acelerado. Sin excluir, claro, el morro de algunos. Yo mismo tengo varias ideas al respecto. Cuando se me acabe rollo y no se me ocurran más novelas para ganarme la vida, pienso dedicarme a revisar Historia usando como fuente documental los suplementos dominicales, Internet y los tebeos de El jabato. Sacar del armario al Cid y a su íntimo capitán Alvar Fáñez, por ejemplo, es uno de los asuntos que tengo previstos, antes de que me lo pise alguien. Desmontando, por puesto, el patinazo histórico de Menéndez Pi al llamar machote y Cid a Rodrigo Díaz de Vivar -Sidi, en morapio- cuando está documentalmente probado por un cuñado mío que lo que decían los moros y los amigos era Sisí.
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De "NO ME COGERÉIS VIVO"

Reyes Magos y Magas (2005)

La verdad es que este año sus majestades de Oriente lo tienen crudo

Pues sí, Juanchito, sobrino. La verdad es que este año los reyes magos lo tienen crudo. Con semejante panorama, no me dejaba yo nombrar rey mago ni harto de sopas. Con la que está cayendo. Antes, ser rey mago era algo. En tu debut salías en camello por los arenales siguiendo la estrella, y luego, ya sabes: una cena con Herodes a la ida, una copita con san José y los pastores en el portal, vuelta por un camino distinto para darle por saco al tal Herodes, y santas pascuas. De ahí en adelante, lo mismo pero con juguetes para los niños: la Mariquita Pérez, el traje de vaquero o de indio, el mecano, los juegos reunidos Geyper, los Pinipón, la Barbie, el disfraz de la Harry Potter o la espada del Señor de los Anillos. Lo normal. Llegabas la noche del 5 de enero, y aquello era tirar a pichón parado: cabalgata, zagales mirándote con la boca abierta, caramelos, aplausos, recepción de las autoridades. Un chollo que te rilas.

Pero figúrate, esta temporada. Para llegar a España los reyes deben pasar por Oriente, como siempre. Y eso está un pelín jodido. Tienen que cruzar el Tigris y el Eúfrates sin que los marines norteamericanos los liberen de sí mismos, como al resto de Iraq, dándoles matarile cuando pasen cerca. Pero es que, si los reyes magos sobreviven a esos hijos de puta, todavía tendrán que vérselas con otros hijos de puta un poquito más acá, cuando pasen por Israel, en las variedades hijo de puta ultra con trenzas, kipá en el cogote, escopeta y tanque Merkava guardándole las espaldas, o hijo de puta con chaleco de cloratita en la variedad Alá Ajbar y hasta luego Lucas.

Pensarás, Juanchito, porque eres tierno y pánfilo, que al llegar a España mejorará el asunto. Pero no. Lo de Faluya y Ramala habrá sido un musical de Hollywood comparado con esto. Para empezar, la estrella que los guía dejará de verse cuando lleguen a la costa, engullida por las luces de las urbanizaciones y campos de golf que hemos construido para que las mafias rusas, inglesas, italianas y demás blanqueen a gusto la viruta. Pero la estrella da igual, oye. ¿No son magos? Que se compren un GPS. El drama se planteará cuando, al desembarcar con sus paquetes y toda la parafernalia, sepan que el Gobierno acaba de aprobar el decreto ley de Reyes Magos y Magas de Género y Buen Rollito.

Tengo el texto, sobrino. En exclusiva. Me lo acaba de pasar mi topo Gigio en La Moncloa. Y los de Oriente y tú lo tenéis chungo. De momento, a partir del año próximo tendrá que haber una reina maga por cada dos reyes, como mínimo. «Y si no hay reinas magas suficientes, se nombran, y en paz –ha dicho en consejo y conseja de ministros y ministras la titulara del ramo y de la rama–. Además, se acabó lo de majestades excelentísimas por aquí y altezas ilustrísimas por acá. Eso ni es moderno, ni es democrático. Este año serán los señores reyes Baltasar, Melchor y Gaspar, a secas. Y mucho ojo: sin jerarquías racistas. Por ese orden».

Pero la cosa no acaba ahí. La Ley de Reyes Magos y Magas de Género y Buen Rollito prohíbe terminantemente a sus majestades referirse en el futuro a los niños españoles como niños españoles. Cualquier discurso público deberá empezar con las palabras «niños y niñas de las diversas naciones y/o nacionalidades de aquí, patatín y patatán», a fin de no crispar con terminología fasciomachista. También, por supuesto, quedará prohibido en las alforjas reales todo juguete bélico, violento o sexista, como pistolas, espadas, armas galácticas u otros instrumentos que inciten a la violencia; pero también muñecas, cocinitas, cochecitos de bebé y otros juguetes que rebajen la condición femenina a los nefastos roles de siempre, etcétera. Los juguetes deberán ser «asexuados, plurales, metrosexuales, paritarios, igualitarios y sanitarios». Por ovarios. Y ojo. Los medios informativos que retransmitan la noche de reyes tendrán la obligación de tapar el rostro de todos y cada uno de los ochenta mil niños que aparezcan en las imágenes, bebés incluidos, a fin de preservar la intimidad de las criaturas. Y novedad espléndida: los padres de cualquier niño o niña salvajemente golpeado o golpeada por un caramelo arrojado por los reyes durante la cabalgata o cabalgato, podrán interponer la correspondiente denuncia ante la Guardia Civil, y sacarles una pasta.

Van a ser tiempos duros, sobrino. Vienen tiempos muy duros. Así que ve pensando en papá Noel.
«Verás maltratados los inocentes, perdonados los culpados, menospreciados los buenos, honrados y sublimados los malos; verás los pobres y humildes abatidos y poder más en todos los negocios el favor que la virtud». Fray Luís de Granada.

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Top Secre
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#6 Mensaje por Top Secre »

:descojone: Este que has colgado es buenísimo.

PATENTE DE CORSO
Arturo Pérez-Reverte

Otro cuento de Navidad (1994)


Pues resulta que era Nochebuena, y Queca se paseaba frente a los escaparates iluminados de aquella ciudad fría, enorme, en la que era una pequeña manchita anónima. Estaba de ocho meses largos y caminaba torpe, como un pato, deteniéndose de vez en cuando ante las luces de una tienda, con las palmas de las manos apoyadas en los riñones. Llevaba gorro de lana, bufanda y abrigo con sólo dos botones abrochados y el resto abierto sobre la tripa. En la plaza, la megafonía de los grandes almacenes largaba villancico tras villancico, hacia Belén va una burra, pero mira cómo beben y cosas por el estilo. Había luces navideñas y Papas Noel haciendo el chorra en la puerta con la campanita, y gente cargada de paquetes y empujándose unos a otros en la boca del metro y en los pasos de peatones. Lo de siempre.

Había, incluso una pareja joven que se cruzó, ella tan embarazada o más que Queca, encorvado él bajo el peso de una maleta y unas bolsas, el mentón duro y sin afeitar, ambos con aire desamparado, como en busca de cobijo. Y había cerca un yonqui pidiendo cinco duros, y un coche de la policía, y a Queca todo aquello le recordó algo leído hace justo un año, la pasada Navidad en esta misma página de El Semanal, pero aún más viejo, como si ya hubiera estado escrito antes en otra parte. Y fue y se dijo: mira, todo ocurre de nuevo una y otra vez, con gente distinta pero que siempre es la misma, como si estuviésemos condenados a repetirnos unos a otros por los siglos de los siglos, semejante soledad, idéntica tristeza, la misma historia.

Entonces se le movió el crío en la tripa, y Queca se detuvo, absorta, justo frente a un escaparate donde una cadena de tiendas de ropa felicitaba las fiestas a sus clientes con un negrito de Ruanda agonizando vestido de rey Baltasar. Y se vio reflejada en el cristal, y tuvo frío y tuvo miedo; y por un momento estuvo a punto de usar una de las monedas que tintineaban en el bolsillo del abrigo y llamar a alguien -una amiga, o su madre- del mismo modo que el náufrago tira una bengala en mitad del mar y de la noche. Estoy aquí, estoy sola, voy a tener un hijo. Pero dejó las monedas quietas y siguió caminando entre la felicidad oficial, postiza, de aquella ciudad enorme y desconocida en una de cuyas clínicas tenía reservada una cama y una fecha.

Entonces, para darse coraje, recordó cada una de las fases de aquel año calculado en todos sus detalles, al milímetro. Su madre, que la había visto hacer la maleta y marcharse, sin comprender. Sus amigos, de quienes se apartó sin explicación alguna. Él, cuyo nombre no importó jamás, lejano ahora en su irresponsabilidad y en su ignorancia como si lo que Queca llevaba entre las caderas y junto al corazón sólo le hubiera pertenecido a ella desde el principio y para siempre.

Había elegido fríamente, con esmero, entre los mejores de su entorno: inteligente, sano, hermoso, fuerte. Sólo una condición expresa: un día me iré y saldré de tu vida, y no me buscarás en ninguna parte, nunca. Al terminar, Queca estaba de tres meses y sólo ella lo sabía. Entonces cumplió su promesa y él se quedó atrás desconcertado, mirándola irse, con esa expresión entre dolida y obtusa que siempre ponemos los hombres cuando son ellas las que se van. Vinieron entonces la soledad, la preparación, el largo esfuerzo, la nueva casa, el nuevo trabajo en una pequeña ciudad de provincias parecida a aquélla en la que nació, pero al otro extremo del mapa, donde nadie la había conocido nunca. Ahora todo estaba listo. Una semana más y todo habría terminado. O más bien todo podría empezar.

Pensó en su madre, en los días y en los años purgando, junto a un imbécil, cuatro sueños tenidos yendo al cine de muchacha. Pensó en sus ojos cargados y amargos, en las noches en que, al terminar de recoger antes de irse a la cama, la oía respirar como un animal exhausto. En los largos silencios frente al televisor, en las horas vuelta de espaldas con la voz de fondo del locutor hablando de fútbol sobre la almohada. Aquél era un precio demasiado alto. Un precio que Queca no estaba dispuesta a pagar.

Se detuvo en un semáforo, junto a una madre que empujaba un cochecito de niño. El crío iba embutido en un mono enorme, acolchado, y sólo asomaban del embozo su naricilla roja y sus ojos claros y luminosos reflejando las luces de la calle. Entonces Queca sonrió. Aquélla era la última Nochebuena que pasaría sola. (Queca y su hijo existen, y ésta es una historia real. Pero ustedes, claro, no se la van a creer. Habría que tener, se dirán, demasiados redaños.)
Possunt quia posse videntur “pueden los que creen que pueden” (Publio Virgilio Marón – Eneida, V, 231).

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Terminatrix
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#7 Mensaje por Terminatrix »

Qué bueno.Siempre es un placer su lectura.


Herodes y sus muchachos

ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 25/12/2005



Por estas fechas, cuando amarro en ese puerto, suelo echarle un vistazo al belén. Está situado en la plaza mayor y es enorme, con figuras de un palmo, casitas, norias que se mueven y puentes. Ocupa media plaza y siempre se ve rodeado de niños, con altavoces que emiten villancicos y murga propia del asunto. Cada año mejora: ahora el herrero martillea sobre el yunque, sale humo por el horno de pan y la hilandera se inclina moviendo la rueca. También observo que, a tono con el lugar y los tiempos, hay más casas. A fin de cuentas se trata de un belén situado en un pueblo que en los últimos años llenó de cemento, ladrillos y grúas cada playa, cada rambla, cada parcela hasta donde alcanza la vista. En esta España del pelotazo urbanístico y lo que te rondaré morena, donde el año termina con 800.000 nuevas viviendas aprobadas por los colegios de arquitectos y donde sólo en Murcia y Almería se prevén otras 500.000 para el litoral virgen mediterráneo, hasta en un nacimiento navideño el terreno urbanizable es tentación irresistible. Hace poco, en el belén de la plaza sólo había, figuras aparte, el portal y el pueblecito, un molino y una posada. Ahora hay edificaciones por todas partes. El pueblecito es un pueblazo que ha triplicado su tamaño, la casa del panadero tiene dos pisos más de altura, el aprisco y las chozas de los pastores son ya una fila de adosados, y la posada ha crecido, rodeada de nuevas casas, hasta tener el aspecto de un hotel de cuatro estrellas, con luz en las ventanas y un lucero luminoso encima que le da aspecto de puticlub.

Por supuesto, cada vez hay menos campo. En el prado donde pastaban figuritas de ovejas han puesto media docena de casas, los molinos de aspas giratorias se han decuplicado -gracias a las subvenciones de la Comunidad Europea, supongo-, y en la esquina donde otros años había un bosque por donde venían los reyes magos, a Herodes le han construido un palacio altísimo, enorme, con fachada neoclásica, frontón y columnas. Tiene mucha trastienda, por cierto, la actitud del fulano, allí en la puerta de su residencia, rodeado de cuatro figuras de cortesanos judíos y ocho guardias romanos. Uno de los acompañantes luce toda la pinta de un concejal de urbanismo: lleva en las manos un papel enrollado, sin duda los planos de un nuevo complejo a construir sobre terrenos del belén que, por feliz azar municipal, acaban de recalificarle a un cuñado suyo, que lo compró como suelo rústico dos semanas antes de las elecciones al Sanedrín. Es una pena que, en vez de villancicos, los altavoces no difundan la conversación de Herodes con los fulanos, aunque es fácil imaginársela. Tenemos cuatro fariseos a favor y un saduceo ecologista en contra, pero con trescientos denarios lo convertimos en tránsfuga y vota la recalificación de Cafarnaún tan seguro como que a Sodoma le dieron las suyas y las de un bombero. Etcétera.

A todo esto, por el camino que ahora se ha llenado de casas, los tres reyes magos avanzan con sus camellos, mirando a uno y otro lado con cara de pensionistas guiris en busca de un apartamento en línea de playa. Pero aunque ellos son tres, cada uno con su criado, o sea seis, más los camellos, no me salen las cuentas. Para llenar tanta nueva casa, cuento las figuritas del belén y no cuadra la proporción: cuarenta y siete, sin sumar ovejas y gallinas, para unas doscientas cincuenta viviendas, calculo a ojo; y menos figuritas que van a quedar tras la matanza de los inocentes, que está al caer. Así que ya me contarán quién va a ocupar tanto ladrillo. Pues no tienen que venir reyes magos, ni romanos, ni cireneos, ni samaritanos mafiosos, ni nada. Y encima, cuando uno mira el riachuelillo de agua que mueve la noria, se pregunta de dónde saldrá la necesaria para beber y ducharse en tanta casa. De Lanjarón, imagino. Los reyes magos van a tener que usar agua de Lanjarón.

En cuanto al portal, el ángel que sostiene el cartelito con el Gloria in excelsis Deo parece desplegar sin complejos -lo juro por mis muertos- el cartel de una inmobiliaria. Y los presuntos pastores que rondan el pesebre tienen un sospechoso aire de constructores, especuladores y ediles municipales esperando a que la sagrada familia se suba en la burra y se largue a Egipto de una vez, para recalificar el terreno. Sí. Me juego el palo de la zambomba a que, en vez de portal, el año que viene encuentro ahí un campo de golf.
«Verás maltratados los inocentes, perdonados los culpados, menospreciados los buenos, honrados y sublimados los malos; verás los pobres y humildes abatidos y poder más en todos los negocios el favor que la virtud». Fray Luís de Granada.

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#8 Mensaje por Terminatrix »

El caballo de cartón

ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 08/1/2006

Es uno de mis más antiguos y tristes recuerdos. Tenía cinco años cuando lo vi en el escaparate de la juguetería junto al equipo de sheriff, el mecano, los juegos reunidos Geyper, el autobús de hojalata con pasajeros pintados en las ventanillas: juguetes que a menudo exigían complicidad y esfuerzo, y de los que no te despegabas hasta los reyes siguientes. Incluso para los niños afortunados -quince años después de la guerra civil no todos lo eran- había sólo uno o dos regalos por cabeza. Y si te portabas mal, carbón. Por lo demás, con imaginación, madera, alambre y latas vacías de conservas se improvisaban los mejores juguetes del mundo. En aquel tiempo, a las criaturas todavía no nos habían vuelto los adultos pequeños gilipollas cibernéticos. Todavía nos dejaban ser niños. Los enanos varones leíamos Hazañas Bélicas, matábamos comanches feroces y utilizábamos porteadores negros en los safaris sin ningún complejo, mientras las niñas eran felices jugando con muñecas, cocinitas y cuentos de la colección Azucena. Tal vez porque los adultos eran más socialmente incorrectos que ahora. Y en algún caso, menos imbéciles.

Pero les hablaba del caballo. En esa época, para un crío de cinco años, un caballo de cartón suponía la gloria. Aquél era un soberbio ejemplar con silla y bridas, las cuatro patas sobre un rectángulo de madera con ruedas; tan hermoso que me quedé pegado al cristal sin que mis abuelos, con quienes paseaba, lograran arrancarme de allí. Me fascinaban sus ojos grandes y oscuros, la boca abierta de la que salía el bocado de madera y tela, la crin y la cola pintadas de un color más claro, los estribos cromados. Era casi tan grande como los caballitos de la feria que cada Navidad se instalaba en el paseo del muelle, frente al puerto. Parecía que era de verdad, y que me esperaba. Cuando consiguieron alejarme del escaparate, corrí a casa y, con la letra experimental de quien llevaba un año haciendo palotes, escribí mi primera carta a los reyes magos.

Yo pertenecía al grupo de los niños con suerte: la madrugada del 6 de enero, el caballo apareció en el balcón. Esa mañana, en la glorieta, monté mi caballo de cartón ante las miradas, que yo creía asombradas, de otros niños que jugaban con sus regalos: triciclos, patinetes, espadas medievales, cascos de marciano, cochecitos con muñeco dentro, o la modesta muñeca de trapo y la más modesta pistola de madera y hojalata con corcho atado con un hilo. Ahora sé que algunas de esas miradas de niños y padres también eran tristes, pero eso entonces no podía imaginarlo; mi caballo era espléndido y en él cabalgaba yo, orgulloso, pistola de vaquero al cinto. Ni cuando, en otros reyes, tuve mi primera caja de soldados, la espada metálica del Cisne Negro, el casco de sargento de marines, la cantimplora de plástico y la ametralladora Thompson, fui tan feliz como aquella mañana apretando las piernas en los flancos de mi hermoso caballo de cartón.

Sólo pude disfrutarlo un día. Por la tarde jugué con él hasta el anochecer, en el balcón, y lo dejé allí, soñando con cabalgarlo de nuevo al día siguiente. Pero aquella noche llovió a cántaros, nadie se acordó del pobre caballo, y por la mañana, cuando abrí los postigos, encontré un amasijo de cartón mojado. Según me contaron más tarde, no lloré: estaba demasiado abrumado para eso. Permanecí inmóvil mirando los restos durante un rato largo, y luego di media vuelta en silencio y volví a mi habitación, donde me tumbé boca abajo en la cama. La verdad es que no recuerdo lágrimas, pero sí una angustiosa certeza de desolación, de desastre irrevocable, de tristeza infinita ante toda aquella felicidad arrebatada por el azar, por la mala suerte, por la imprevisión, por el Destino. Después con los años, he tenido unas cosas y he perdido otras. También, sin importar cuánto gane ahora o cuánto pierda, sé que perderé más, de golpe o poco a poco, hasta que un día acabe perdiéndolo todo. No me hago ilusiones: ya sé que son las reglas. Tengo canas en la barba y fantasmas en la memoria, he visto arder ciudades y bibliotecas, desvanecerse innumerables caballos de cartón propios y ajenos; y en cada ocasión me consoló el recuerdo de aquel despojo mojado. Quizá, después de todo, el niño tuvo mucha suerte esa mañana del 7 de enero de 1956, cuando aprendió, demasiado pronto, que vivimos bajo la lluvia y que los caballos de cartón no son eternos.



El regreso de Manolo

ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 06/1/2008


Con esto de que hoy es día de Reyes, voy a regalarles un chiste que me contaron ayer. En realidad lo hago porque no se me ocurre otra cosa. Y le echo algo de morro. Este número de XLSemanal cierra antes su edición, por las malditas fiestas, y acabo de enterarme de que si no escribo antes de tres horas, esta semana no sale mi artículo. Después de quince años, una ausencia quedaría fatal. Y más después de la amable página de la semana pasada: algunos de ustedes creerían que, como represalia, me han echado de la revista y de España. Por eso meto lo del chiste; que considerándolo bien, es una historieta corta. Puestos en plan formal y echándole postín a la cosa, podría apuntar esa gilipollez tan de moda de que voy a regalarles un microrrelato; que es como algunos cantamañanas relacionados con la tecla llaman ahora en los suplementos culturales a los cuentos, chistes, anécdotas y chorradillas cortas de toda la vida. Así que ahí va el microrrelato. O el chascarrillo. O lo que sea. Y sirva, de paso, para homenajear a todos los anónimos genios españoles -Paco, Antonio, Salvador, Ginés, Pepe, etcétera- que nos abastecen de material ad hoc, y cuyo talento extraordinario nunca se ve recompensado con una autoría ni una firma; aunque sí por miles de carcajadas en bares, oficinas y sitios adecuados para el asunto, que suelen ser casi todos. Va por ustedes, maestros:

Después de una cena navideña de empresa que ha acabado en noche de juerga espectacular, un fulano -hombre casi ejemplar el resto del año- regresa a su hogar a muy altas horas de la madrugada. El periplo nocturno incluyó copas de matarratas en cantidades industriales, dos paquetes de cigarrillos, media docena de rayas colombianas puestas una detrás de otra y una visita concienzuda, en compañía de los amigotes, a los más selectos puticlubs de la ciudad, donde nuestro individuo ha triturado la extra de Navidad hasta el último céntimo. Pueden imaginar, por tanto, el estado deplorable en el que el ciudadano -llamémoslo piadosamente Manolo, sin señalar a nadie- se baja del taxi y, haciendo eses, se encamina al portal de su casa. Allí, tras conseguir con mucho esfuerzo meter la llave en la cerradura, entrar en el edificio y apretar el interruptor de la luz, nuestro Manolo se contempla, espantado, en el espejo del zaguán.
«¡Ah!», grita al verse.
No es para menos. Con los antecedentes referidos, pueden imaginar el cuadro: la ropa en desorden, el pelo revuelto, ojeras, manchas rojas de carmín y negras de rimmel en la camisa y en la cara. A eso hay que añadir varios morados de chupetones en el cuello, arañazos de lumi juguetona por todas partes y un ojo a la funerala que le puso el portero de una discoteca cuando quiso entrar mamado hasta las trancas. Todo eso, bien espolvoreado de farlopa: la cara y la chaqueta. Hasta en las cejas y el pelo lleva.
«Virgen santa», se dice aterrado, mirándose el careto. «A ver cómo le explico esto a mi mujer.»
Con ese fúnebre pensamiento, Manolo se mete en el ascensor, aprieta el botón, y mientras sube estudia los daños colaterales en el espejo que suelen tener los ascensores. De cerca aún se acojona más.
«Como Loli esté despierta, me echa a la calle para siempre», razona desesperado. «¡Menuda ruina, Dios mío!... ¡Me he buscado la ruina!» Porque es imposible, concluye, disimular los mordiscos, chupetones y arañazos, o eliminar las manchas rojas del chillón carmín puteril. Y por más que se sacude las solapas, la cara y el pelo, tampoco logra borrar las huellas delatoras del no menos traidor polvillo blanco.
«Me mata», concluye desolado. «De ésta, esa fiera me mata.»
Se para el ascensor en la cuarta planta. Temblando de pánico, con la ibérica mente trabajando a toda prisa, Manolo va a la puerta de su casa, mete la llave -esta vez a la primera, pues se le ha quitado la borrachera de golpe-, y al entrar se topa con la funesta confirmación de sus temores:
-¿De dónde vienes así, pedazo de cabrón?
En efecto. Allí está la legítima con bata de boatiné, los brazos en jarras, un pie calzado con zapatilla golpeando rítmico e impaciente en el suelo, y una cara de mala leche explicable por el hecho de que acaban de dar las seis de la mañana en el reloj de cuco -suizo, regalo de bodas- del vestíbulo.
-Loli, no te lo vas a creer. ¡Acabo de pelearme con un payaso!
«Verás maltratados los inocentes, perdonados los culpados, menospreciados los buenos, honrados y sublimados los malos; verás los pobres y humildes abatidos y poder más en todos los negocios el favor que la virtud». Fray Luís de Granada.

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