por Terminatrix » Vie 30 Dic 2011 2:59 pm
El caballo de cartón
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 08/1/2006
Es uno de mis más antiguos y tristes recuerdos. Tenía cinco años cuando lo vi en el escaparate de la juguetería junto al equipo de sheriff, el mecano, los juegos reunidos Geyper, el autobús de hojalata con pasajeros pintados en las ventanillas: juguetes que a menudo exigían complicidad y esfuerzo, y de los que no te despegabas hasta los reyes siguientes. Incluso para los niños afortunados -quince años después de la guerra civil no todos lo eran- había sólo uno o dos regalos por cabeza. Y si te portabas mal, carbón. Por lo demás, con imaginación, madera, alambre y latas vacías de conservas se improvisaban los mejores juguetes del mundo. En aquel tiempo, a las criaturas todavía no nos habían vuelto los adultos pequeños gilipollas cibernéticos. Todavía nos dejaban ser niños. Los enanos varones leíamos Hazañas Bélicas, matábamos comanches feroces y utilizábamos porteadores negros en los safaris sin ningún complejo, mientras las niñas eran felices jugando con muñecas, cocinitas y cuentos de la colección Azucena. Tal vez porque los adultos eran más socialmente incorrectos que ahora. Y en algún caso, menos imbéciles.
Pero les hablaba del caballo. En esa época, para un crío de cinco años, un caballo de cartón suponía la gloria. Aquél era un soberbio ejemplar con silla y bridas, las cuatro patas sobre un rectángulo de madera con ruedas; tan hermoso que me quedé pegado al cristal sin que mis abuelos, con quienes paseaba, lograran arrancarme de allí. Me fascinaban sus ojos grandes y oscuros, la boca abierta de la que salía el bocado de madera y tela, la crin y la cola pintadas de un color más claro, los estribos cromados. Era casi tan grande como los caballitos de la feria que cada Navidad se instalaba en el paseo del muelle, frente al puerto. Parecía que era de verdad, y que me esperaba. Cuando consiguieron alejarme del escaparate, corrí a casa y, con la letra experimental de quien llevaba un año haciendo palotes, escribí mi primera carta a los reyes magos.
Yo pertenecía al grupo de los niños con suerte: la madrugada del 6 de enero, el caballo apareció en el balcón. Esa mañana, en la glorieta, monté mi caballo de cartón ante las miradas, que yo creía asombradas, de otros niños que jugaban con sus regalos: triciclos, patinetes, espadas medievales, cascos de marciano, cochecitos con muñeco dentro, o la modesta muñeca de trapo y la más modesta pistola de madera y hojalata con corcho atado con un hilo. Ahora sé que algunas de esas miradas de niños y padres también eran tristes, pero eso entonces no podía imaginarlo; mi caballo era espléndido y en él cabalgaba yo, orgulloso, pistola de vaquero al cinto. Ni cuando, en otros reyes, tuve mi primera caja de soldados, la espada metálica del Cisne Negro, el casco de sargento de marines, la cantimplora de plástico y la ametralladora Thompson, fui tan feliz como aquella mañana apretando las piernas en los flancos de mi hermoso caballo de cartón.
Sólo pude disfrutarlo un día. Por la tarde jugué con él hasta el anochecer, en el balcón, y lo dejé allí, soñando con cabalgarlo de nuevo al día siguiente. Pero aquella noche llovió a cántaros, nadie se acordó del pobre caballo, y por la mañana, cuando abrí los postigos, encontré un amasijo de cartón mojado. Según me contaron más tarde, no lloré: estaba demasiado abrumado para eso. Permanecí inmóvil mirando los restos durante un rato largo, y luego di media vuelta en silencio y volví a mi habitación, donde me tumbé boca abajo en la cama. La verdad es que no recuerdo lágrimas, pero sí una angustiosa certeza de desolación, de desastre irrevocable, de tristeza infinita ante toda aquella felicidad arrebatada por el azar, por la mala suerte, por la imprevisión, por el Destino. Después con los años, he tenido unas cosas y he perdido otras. También, sin importar cuánto gane ahora o cuánto pierda, sé que perderé más, de golpe o poco a poco, hasta que un día acabe perdiéndolo todo. No me hago ilusiones: ya sé que son las reglas. Tengo canas en la barba y fantasmas en la memoria, he visto arder ciudades y bibliotecas, desvanecerse innumerables caballos de cartón propios y ajenos; y en cada ocasión me consoló el recuerdo de aquel despojo mojado. Quizá, después de todo, el niño tuvo mucha suerte esa mañana del 7 de enero de 1956, cuando aprendió, demasiado pronto, que vivimos bajo la lluvia y que los caballos de cartón no son eternos.
El regreso de Manolo
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 06/1/2008
Con esto de que hoy es día de Reyes, voy a regalarles un chiste que me contaron ayer. En realidad lo hago porque no se me ocurre otra cosa. Y le echo algo de morro. Este número de XLSemanal cierra antes su edición, por las malditas fiestas, y acabo de enterarme de que si no escribo antes de tres horas, esta semana no sale mi artículo. Después de quince años, una ausencia quedaría fatal. Y más después de la amable página de la semana pasada: algunos de ustedes creerían que, como represalia, me han echado de la revista y de España. Por eso meto lo del chiste; que considerándolo bien, es una historieta corta. Puestos en plan formal y echándole postín a la cosa, podría apuntar esa gilipollez tan de moda de que voy a regalarles un microrrelato; que es como algunos cantamañanas relacionados con la tecla llaman ahora en los suplementos culturales a los cuentos, chistes, anécdotas y chorradillas cortas de toda la vida. Así que ahí va el microrrelato. O el chascarrillo. O lo que sea. Y sirva, de paso, para homenajear a todos los anónimos genios españoles -Paco, Antonio, Salvador, Ginés, Pepe, etcétera- que nos abastecen de material ad hoc, y cuyo talento extraordinario nunca se ve recompensado con una autoría ni una firma; aunque sí por miles de carcajadas en bares, oficinas y sitios adecuados para el asunto, que suelen ser casi todos. Va por ustedes, maestros:
Después de una cena navideña de empresa que ha acabado en noche de juerga espectacular, un fulano -hombre casi ejemplar el resto del año- regresa a su hogar a muy altas horas de la madrugada. El periplo nocturno incluyó copas de matarratas en cantidades industriales, dos paquetes de cigarrillos, media docena de rayas colombianas puestas una detrás de otra y una visita concienzuda, en compañía de los amigotes, a los más selectos puticlubs de la ciudad, donde nuestro individuo ha triturado la extra de Navidad hasta el último céntimo. Pueden imaginar, por tanto, el estado deplorable en el que el ciudadano -llamémoslo piadosamente Manolo, sin señalar a nadie- se baja del taxi y, haciendo eses, se encamina al portal de su casa. Allí, tras conseguir con mucho esfuerzo meter la llave en la cerradura, entrar en el edificio y apretar el interruptor de la luz, nuestro Manolo se contempla, espantado, en el espejo del zaguán.
«¡Ah!», grita al verse.
No es para menos. Con los antecedentes referidos, pueden imaginar el cuadro: la ropa en desorden, el pelo revuelto, ojeras, manchas rojas de carmín y negras de rimmel en la camisa y en la cara. A eso hay que añadir varios morados de chupetones en el cuello, arañazos de lumi juguetona por todas partes y un ojo a la funerala que le puso el portero de una discoteca cuando quiso entrar mamado hasta las trancas. Todo eso, bien espolvoreado de farlopa: la cara y la chaqueta. Hasta en las cejas y el pelo lleva.
«Virgen santa», se dice aterrado, mirándose el careto. «A ver cómo le explico esto a mi mujer.»
Con ese fúnebre pensamiento, Manolo se mete en el ascensor, aprieta el botón, y mientras sube estudia los daños colaterales en el espejo que suelen tener los ascensores. De cerca aún se acojona más.
«Como Loli esté despierta, me echa a la calle para siempre», razona desesperado. «¡Menuda ruina, Dios mío!... ¡Me he buscado la ruina!» Porque es imposible, concluye, disimular los mordiscos, chupetones y arañazos, o eliminar las manchas rojas del chillón carmín puteril. Y por más que se sacude las solapas, la cara y el pelo, tampoco logra borrar las huellas delatoras del no menos traidor polvillo blanco.
«Me mata», concluye desolado. «De ésta, esa fiera me mata.»
Se para el ascensor en la cuarta planta. Temblando de pánico, con la ibérica mente trabajando a toda prisa, Manolo va a la puerta de su casa, mete la llave -esta vez a la primera, pues se le ha quitado la borrachera de golpe-, y al entrar se topa con la funesta confirmación de sus temores:
-¿De dónde vienes así, pedazo de cabrón?
En efecto. Allí está la legítima con bata de boatiné, los brazos en jarras, un pie calzado con zapatilla golpeando rítmico e impaciente en el suelo, y una cara de mala leche explicable por el hecho de que acaban de dar las seis de la mañana en el reloj de cuco -suizo, regalo de bodas- del vestíbulo.
-Loli, no te lo vas a creer. ¡Acabo de pelearme con un payaso!
[b]El caballo de cartón[/b]
[b]ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 08/1/2006[/b]
Es uno de mis más antiguos y tristes recuerdos. Tenía cinco años cuando lo vi en el escaparate de la juguetería junto al equipo de sheriff, el mecano, los juegos reunidos Geyper, el autobús de hojalata con pasajeros pintados en las ventanillas: juguetes que a menudo exigían complicidad y esfuerzo, y de los que no te despegabas hasta los reyes siguientes. Incluso para los niños afortunados -quince años después de la guerra civil no todos lo eran- había sólo uno o dos regalos por cabeza. Y si te portabas mal, carbón. Por lo demás, con imaginación, madera, alambre y latas vacías de conservas se improvisaban los mejores juguetes del mundo. En aquel tiempo, a las criaturas todavía no nos habían vuelto los adultos pequeños gilipollas cibernéticos. Todavía nos dejaban ser niños. Los enanos varones leíamos Hazañas Bélicas, matábamos comanches feroces y utilizábamos porteadores negros en los safaris sin ningún complejo, mientras las niñas eran felices jugando con muñecas, cocinitas y cuentos de la colección Azucena. Tal vez porque los adultos eran más socialmente incorrectos que ahora. Y en algún caso, menos imbéciles.
Pero les hablaba del caballo. En esa época, para un crío de cinco años, un caballo de cartón suponía la gloria. Aquél era un soberbio ejemplar con silla y bridas, las cuatro patas sobre un rectángulo de madera con ruedas; tan hermoso que me quedé pegado al cristal sin que mis abuelos, con quienes paseaba, lograran arrancarme de allí. Me fascinaban sus ojos grandes y oscuros, la boca abierta de la que salía el bocado de madera y tela, la crin y la cola pintadas de un color más claro, los estribos cromados. Era casi tan grande como los caballitos de la feria que cada Navidad se instalaba en el paseo del muelle, frente al puerto. Parecía que era de verdad, y que me esperaba. Cuando consiguieron alejarme del escaparate, corrí a casa y, con la letra experimental de quien llevaba un año haciendo palotes, escribí mi primera carta a los reyes magos.
Yo pertenecía al grupo de los niños con suerte: la madrugada del 6 de enero, el caballo apareció en el balcón. Esa mañana, en la glorieta, monté mi caballo de cartón ante las miradas, que yo creía asombradas, de otros niños que jugaban con sus regalos: triciclos, patinetes, espadas medievales, cascos de marciano, cochecitos con muñeco dentro, o la modesta muñeca de trapo y la más modesta pistola de madera y hojalata con corcho atado con un hilo. Ahora sé que algunas de esas miradas de niños y padres también eran tristes, pero eso entonces no podía imaginarlo; mi caballo era espléndido y en él cabalgaba yo, orgulloso, pistola de vaquero al cinto. Ni cuando, en otros reyes, tuve mi primera caja de soldados, la espada metálica del Cisne Negro, el casco de sargento de marines, la cantimplora de plástico y la ametralladora Thompson, fui tan feliz como aquella mañana apretando las piernas en los flancos de mi hermoso caballo de cartón.
Sólo pude disfrutarlo un día. Por la tarde jugué con él hasta el anochecer, en el balcón, y lo dejé allí, soñando con cabalgarlo de nuevo al día siguiente. Pero aquella noche llovió a cántaros, nadie se acordó del pobre caballo, y por la mañana, cuando abrí los postigos, encontré un amasijo de cartón mojado. Según me contaron más tarde, no lloré: estaba demasiado abrumado para eso. Permanecí inmóvil mirando los restos durante un rato largo, y luego di media vuelta en silencio y volví a mi habitación, donde me tumbé boca abajo en la cama. La verdad es que no recuerdo lágrimas, pero sí una angustiosa certeza de desolación, de desastre irrevocable, de tristeza infinita ante toda aquella felicidad arrebatada por el azar, por la mala suerte, por la imprevisión, por el Destino. Después con los años, he tenido unas cosas y he perdido otras. También, sin importar cuánto gane ahora o cuánto pierda, sé que perderé más, de golpe o poco a poco, hasta que un día acabe perdiéndolo todo. No me hago ilusiones: ya sé que son las reglas. Tengo canas en la barba y fantasmas en la memoria, he visto arder ciudades y bibliotecas, desvanecerse innumerables caballos de cartón propios y ajenos; y en cada ocasión me consoló el recuerdo de aquel despojo mojado. Quizá, después de todo, el niño tuvo mucha suerte esa mañana del 7 de enero de 1956, cuando aprendió, demasiado pronto, que vivimos bajo la lluvia y que los caballos de cartón no son eternos.
[b]El regreso de Manolo
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 06/1/2008[/b]
Con esto de que hoy es día de Reyes, voy a regalarles un chiste que me contaron ayer. En realidad lo hago porque no se me ocurre otra cosa. Y le echo algo de morro. Este número de XLSemanal cierra antes su edición, por las malditas fiestas, y acabo de enterarme de que si no escribo antes de tres horas, esta semana no sale mi artículo. Después de quince años, una ausencia quedaría fatal. Y más después de la amable página de la semana pasada: algunos de ustedes creerían que, como represalia, me han echado de la revista y de España. Por eso meto lo del chiste; que considerándolo bien, es una historieta corta. Puestos en plan formal y echándole postín a la cosa, podría apuntar esa gilipollez tan de moda de que voy a regalarles un microrrelato; que es como algunos cantamañanas relacionados con la tecla llaman ahora en los suplementos culturales a los cuentos, chistes, anécdotas y chorradillas cortas de toda la vida. Así que ahí va el microrrelato. O el chascarrillo. O lo que sea. Y sirva, de paso, para homenajear a todos los anónimos genios españoles -Paco, Antonio, Salvador, Ginés, Pepe, etcétera- que nos abastecen de material ad hoc, y cuyo talento extraordinario nunca se ve recompensado con una autoría ni una firma; aunque sí por miles de carcajadas en bares, oficinas y sitios adecuados para el asunto, que suelen ser casi todos. Va por ustedes, maestros:
Después de una cena navideña de empresa que ha acabado en noche de juerga espectacular, un fulano -hombre casi ejemplar el resto del año- regresa a su hogar a muy altas horas de la madrugada. El periplo nocturno incluyó copas de matarratas en cantidades industriales, dos paquetes de cigarrillos, media docena de rayas colombianas puestas una detrás de otra y una visita concienzuda, en compañía de los amigotes, a los más selectos puticlubs de la ciudad, donde nuestro individuo ha triturado la extra de Navidad hasta el último céntimo. Pueden imaginar, por tanto, el estado deplorable en el que el ciudadano -llamémoslo piadosamente Manolo, sin señalar a nadie- se baja del taxi y, haciendo eses, se encamina al portal de su casa. Allí, tras conseguir con mucho esfuerzo meter la llave en la cerradura, entrar en el edificio y apretar el interruptor de la luz, nuestro Manolo se contempla, espantado, en el espejo del zaguán.
«¡Ah!», grita al verse.
No es para menos. Con los antecedentes referidos, pueden imaginar el cuadro: la ropa en desorden, el pelo revuelto, ojeras, manchas rojas de carmín y negras de rimmel en la camisa y en la cara. A eso hay que añadir varios morados de chupetones en el cuello, arañazos de lumi juguetona por todas partes y un ojo a la funerala que le puso el portero de una discoteca cuando quiso entrar mamado hasta las trancas. Todo eso, bien espolvoreado de farlopa: la cara y la chaqueta. Hasta en las cejas y el pelo lleva.
«Virgen santa», se dice aterrado, mirándose el careto. «A ver cómo le explico esto a mi mujer.»
Con ese fúnebre pensamiento, Manolo se mete en el ascensor, aprieta el botón, y mientras sube estudia los daños colaterales en el espejo que suelen tener los ascensores. De cerca aún se acojona más.
«Como Loli esté despierta, me echa a la calle para siempre», razona desesperado. «¡Menuda ruina, Dios mío!... ¡Me he buscado la ruina!» Porque es imposible, concluye, disimular los mordiscos, chupetones y arañazos, o eliminar las manchas rojas del chillón carmín puteril. Y por más que se sacude las solapas, la cara y el pelo, tampoco logra borrar las huellas delatoras del no menos traidor polvillo blanco.
«Me mata», concluye desolado. «De ésta, esa fiera me mata.»
Se para el ascensor en la cuarta planta. Temblando de pánico, con la ibérica mente trabajando a toda prisa, Manolo va a la puerta de su casa, mete la llave -esta vez a la primera, pues se le ha quitado la borrachera de golpe-, y al entrar se topa con la funesta confirmación de sus temores:
-¿De dónde vienes así, pedazo de cabrón?
En efecto. Allí está la legítima con bata de boatiné, los brazos en jarras, un pie calzado con zapatilla golpeando rítmico e impaciente en el suelo, y una cara de mala leche explicable por el hecho de que acaban de dar las seis de la mañana en el reloj de cuco -suizo, regalo de bodas- del vestíbulo.
-Loli, no te lo vas a creer. ¡Acabo de pelearme con un payaso!